7 de noviembre de 2007

Cronica de una ida y un querer volver (a ir)

Pues si, no ha mucho, estuve paseando entre flores y cerezos, entre bosques verdes y estructuras, entre templos y edificios.

Esta sería una buena forma de definir Japón, un país multidisciplinar en el que todo se construye sin ningún tipo de orden ni concierto, donde hay cientos de templos que se elevan con sus jardines privados entre una selva de edificios, donde la población domina el bello arte de dormir en cualquier parte, ya que se aprovecha cualquier momento para descansar y donde todo es masificación y orden.

Nada más llegar y salir por primera vez del aeropuerto, lo que sorprende es que para todo existe un lugar, no hay papeleras a la vista y si muchas máquinas expendedoras de todo tipo de bebida con sus papeleres para reciclar los botes que se encuentran adheridas a las máquinas. No se puede fumar por la calle, a excepción de las "Smoking Zones" y todas las calles se encuentran atravesadas por una pequeña línea de baldosas amarillas con un dibujo totalmente distinto al resto de la calle que se introduce en las tiendas y edificios y que sirve para indicar a los invidentes por donde pasear.

Las calles son caóticas, se nota que se contruye por necesidad, los postes de la luz son enormes y surgen en todas las esquinas, acechantes, muchas zonas verdes, taxis que abren y cierran sus puertas automáticamente, bocas del metro que crecen en los rincones y no comunican con las estaciones que crees, bicicletas que invaden las calzadas, puestos de comida por doquier, circular por la izquierda en lugar de la derecha, cientos de peatones que miran al suelo...
En fin, en menos de cinco minutos en el pais, te quedas con la mandibula totalmente desencajada de tanto abrir la boca. Todo es nuevo, todo es sorprendente, todo es distinto.

Lo primero que hicimos al aterrizar fue salir al mundo exterior para contemplar lo que rodeaba al aeropuerto de Narita, y nos encontramos con las zonas de fumador, con la limpieza de las calles y con las máquinas expendedoras de toda clase de refresco, algo más que normal y agradecido por la cantidad de calor y humedad que hace en esa isla.
Después de tratar de comunicarnos con la mitad de las pobres y amables dependientas que habían en el aeropuerto, nos dirigimos al Tokyo Rail para llegar hasta Asakusa que es donde teníamos el hostal.

Tras aclararnos con el metro, y con sus múltiples formas de pago, llegamos a Asakusa tras hora y cuarto de viaje y dos trasbordos, una buena forma de comenzar a cogerle cariño al transporte que más emplearíamos. El metro es grande, consta de unas doce líneas (creo recordar) y muchos trasbordos, la forma de pago depende de la cantidad de estaciones que se sobrepasen y se puede paga al contado o sacando unas tarjetas prepago muy monas que puedes hasta ponerle tu propio nombre.

Al llegar al barrio de Asakusa comenzamos a recorrer las calles, a contemplar a los viandantes y a comenzar a habituarnos a circular por la izquierda, a esquivar bicicletas y a pasear nuestras trolleis por delante de todas las tiendas que se cruzaban en nuestro camino.
Tras intentar desvelar el plano con la dirección del hostal, decidimos introducirnos por la calle principal que llevaba al templo de Asakusa. la calle parecía sacada de un videojuego, una calle peatonal ancha, muy ancha, con los techos cubiertos por lonas y con filas enteras de tiendas con productos típicos, ya sea todo tipo de comidas rápidas o de ropa, e incluso complementos, y desde el principio de la calle se podía contemplar a lo lejos, la entrada principal del templo.
Nada más llegar al final de la calle, nos tuvimos que detener para poder contemplar el templo en todo su esplendor.
Éste se erguía solemne, magnífico, era como si al habernos adentrado en la calle principal, hubiéramos atravesado un portal que nos llevaba a otra época, ya que la plaza del templo se encontraba rodeada de edificios menores, e incluso una pagoda, y en su centro una olla de incienso para purificar.
Como íbamos muy cargados, realizamos las pertinentes fotos rápida mente y nos dedicamos a poerdernos por el barrio, ya que no conseguimos ubicarnos del todo para encontrar el hostal, así que nos tocó detener a un grupo de policías de barrio en bicicleta para intentar comunicarnos con ellos para llegar hasta nuestro destino, muy amables, y sin tener ni idea de inglés, nos llevaron hasta la calle en la que se encontraba el hostal.

Una vez allí, pagamos las habitaciones, dejamos los equipajes y nos dispusimos a explorar los alrededores de lo que se iba a convertir en nuestro hogar durante una semana...

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